martes, 4 de febrero de 2014

Elogio de la lentitud: hacía el encuentro con Dios

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Rezando en medio de las labores diarias
Vivimos una época donde continuamente nos encontramos haciendo cosas. Nos levantamos, por lo general, cuando suena el despertador y hasta que vamos a dormir, ya por la noche, realizamos una serie de actos más o menos cotidianos. Es cierto que algunos de ellos son importantes: el estudio (un cristiano debe estar en constante formación, especialmente en su fe), el trabajo (dignifica a la persona, permite traer comida a casa…), satisfacer necesidades humanas, por ejemplo comer, y también desarrollar relaciones interpersonales, al fin y al cabo somos seres sociales y es bueno tener amigos.
Sin embargo, en muchas ocasiones pasamos los días en medio de un constante frenesí, superficialmente, en medio de constante ruido. Solemos, además, estar pendientes del reloj pues “cuando acabe con esto tengo que hacer lo otro y después ir a tal sitio“. Cabe preguntarse, en medio de ese ritmo de vida, qué tiempo dedico a Dios. Me he encontrado con casos que, aunque buenos cristianos, me han reconocido “no tengo tiempo para orar“, algo que a mí también me ha sucedido. Como digo, si uno no es consciente de ello, corremos el riesgo de estar en constante actividad, sin dedicar un tiempo para Dios y eso, creo, es un error. Hace algunos años me contaron la anécdota de un sacerdote. Ocurrió que su obispo le preguntó acerca de su vida espiritual. El sacerdote le contestó que tenía tantas actividades durante la jornada que no podía sacar una hora para estar con Dios. Cuenta la historia que el obispo riñó a su presbítero diciéndole “pues si no tienes tiempo para rezar una hora al día yo te ordeno que reces dos“.
Se trata de una anécdota que debería hacernos reflexionar acerca de nuestra relación con el Señor. Recordemos lo que ocurrió en Betania cuando Marta se quejó de que mientras ella había estado haciendo las labores domésticas, María no había hecho nada pues había pasado todo ese tiempo con Jesús. El Señor le respondió: “Marta, Marta, estás inquieta y preocupada por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor, y nadie se la quitará” (Lucas 10:38-42). Aunque sea cierto que podemos tener actividades en nuestra vida diaria muy importantes, nunca deberíamos perder de vista la única cosa realmente necesaria (y la mejor): Dios. No se trata de que tengamos que pasar todo el día delante del Sagrario (que sería maravilloso) pero si de que vivamos de otro modo,  sin dejarnos engullir por un ritmo de vida frenético, lleno de constantes estímulos que, aunque no tienen por que ser necesariamente malos, pueden hacer que perdamos la relación con Dios. O hacernos perder de vista lo importante, como, por ejemplo, en Navidades, cuando con tanto estímulo exterior y tanto ruido podemos no hacer caso a ese pesebre donde está ocurriendo algo realmente maravilloso e importante para nuestras vidas.
Cómo decía Santa Teresa de Jesús “mirad que entre los pucheros y las ollas anda Dios“. Ella fue una mujer que vivió en medio de una constante actividad, fundando monasterios, escribiendo, atendiendo a sus monjas. San Francisco de Asís tuvo una vida parecida pues, cuando no estaba atendiendo a los leprosos se encontraba predicando, sino atendiendo a sus frailes. Sin embargo, ambos fueron personas que realizaron una labor de “trabajo contemplativo”, igual que San Isidro y su esposa Santa María de la Cabeza. Generalmente, suele ocurrirnos que realizamos una labor (trabajar, estudiar, practicando un deporte, pasando un rato agradable con los amigos) mientras estamos pensando o bien en lo siguiente que vamos a realizar, o atendiendo a otros estímulos. Esto especialmente se ve en nuestros días con el tema de internet, sobre todo debido a los “smartphones”. En más de una ocasión he observado amigos que, aunque físicamente estaban juntos, cada uno se encontraba mirando su teléfono, chateando con otras personas. O el típico caso de alguien que mientras trabaja navega por la web leyendo cosas superfluas. Puede parecer que no tiene que ver esto con la temática de esta reflexión, pero en realidad guarda mucha relación pues nos pasa exactamente lo mismo que a Marta. Estamos obsesionados y preocupados por muchas cosas, sin tener en cuenta lo realmente importante.
Si pusiéramos a  Dios como lo principal en nuestra vida, no solo dedicándole tiempo de oración a diario sino teniéndole presente a lo largo de nuestra jornada, creo que estaríamos más atentos a lo que en cada momento nos encontremos haciendo e, incluso, podríamos disfrutar más de la vida pues haríamos las cosas más despacio (por no tener el estrés de “luego he de hacer tal cosa” por el cual intentas acabar antes y vas más atropelladamente). Creo que es bueno tener una agenda, pues permite ordenar la vida, pero en ella lo primero que deberíamos apuntar es el tiempo que dediquemos a la oración. Recemos 15 minutos o una hora al día, es conveniente fijar ese rato para rezar, para estar en presencia de Dios. Me gustó mucho un artículo de Infovaticana sobre la meditación donde se reflexionaba sobre estas cuestiones. No solo es algo que los católicos debemos hacer, el dedicar tiempo a diario para estar con Dios, es que es beneficioso para la salud, pues relaja espiritual y psicológicamente a quien reza. Precisamente por vivir en una época de tanta prisa, tanto agobio, es necesario que durante un rato paremos. Podemos pensar, como el sacerdote, “es que no tengo tiempo”. Pero ¿Qué tiempo dedico a diario a la televisión? ¿y a navegar por Internet? lo más conveniente sería en vez de ver la televisión 1 hora dedicar 15 minutos a rezar y ver la televisión 45 minutos, por ejemplo. A lo que me refiero es a que en muchas ocasiones llenamos el tiempo libre con algunas cosas que son menos necesarias que la oración. Y eso estresa, pues nuestra alma está inquieta cuando no descansa en Dios. Obviamente durante el tiempo libre se puede dedicar un rato a cada cosa, pero anteponiendo la oración.
Por otra parte, me gustaría animaros a realizar oración continua a lo largo de la jornada. Es decir, estar constantemente en presencia de Dios, desde la hora de despertarse hasta que vayamos a dormir. ¿Cómo? muy sencillo. Al levantarnos podemos alabar al Señor, saludar a la Virgen María (hay una oración preciosa de San Francisco); bendecir los alimentos tanto al desayunar como en la comida y la cena. Ofrecer el trabajo y/o estudio; Cuando estemos con otras personas pedir a Dios por sus necesidades; pedir también por las personas con las que nos encontremos en el metro, por ejemplo, o por la calle (especialmente los que veamos más necesitados). También se puede recuperar buenas tradiciones como, por ejemplo,rezar el Ángelus a las 12, de la misma manera que lo hacen los labradores del cuadro que ilustra esta reflexión. En definitiva, hay muchas formas de entrar en esa presencia continua de Dios. Creo que es algo que también sería muy beneficioso para nosotros pues nos permitirá, en la medida que lo hagamos, estar más atentos a las cosas realmente importantes en cada momento de nuestra vida. Si estamos trabajando o estudiando y nos hemos puesto en presencia de Dios realizaremos esa labor con más agrado, tranquilidad, y con mejor resultado. Si estamos con los amigos en esa misma situación, nos encontraremos más agusto con ellos y, muy posiblemente, también ellos tengan esa misma sensación con nosotros. Por otra parte, como decía el Beato don Manuel, quien fue obispo de Palencia, las obras que no pasen por el Sagrario son obras muertas. De ahí la gran importancia que tiene pasar un rato, a diario, en presencia del Señor, ofreciéndole nuestra vida.
Así pues, amigo lector, culmino esta reflexión, con una frase de San Anselmo, obispo de Canterbury: “Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en tí mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma mía, di a Dios: “Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro

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