Hoy comparto una enseñanza que dí hace un par de meses en un grupo de la Renovación Carismática Católica, sobre la oración basándome en algunos puntos del Catecismo.
2568 La revelación de
la oración en el Antiguo Testamento se encuadra entre la caída y la elevación
del hombre, entre la llamada dolorosa de Dios a sus primeros hijos: “¿Dónde
estás? [...] ¿Por qué lo has hecho?” (Gn
3, 9. 13) y la respuesta del Hijo único al entrar en el mundo: “He aquí que
vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 7; cf. Hb
10, 5-7). De este modo, la oración está ligada con la historia de los hombres;
es la relación con Dios en los acontecimientos de la historia humana.
Dios es quién nos busca
cuando nos ponemos a orar. Pensamos que somos nosotros quienes vamos a estar
con Él. Cómo si fuera algo que nace de nuestra voluntad Pero, en realidad, ha
sido el Señor quien nos ha buscado. Somos un pensamiento suyo. Desde la
Eternidad nos ama y, aunque evitemos pensar en Él o, incluso, le neguemos,
siempre está con nosotros. Nos llama porque nos ama, y lo hace de tal modo que
entregó a su Hijo para darnos la vida eterna. Esa vida cuyas puertas se cerraron
con la caída de Adán y Eva. Cuando pecamos, podemos creer que nosotros somos
quienes nos reprochamos el haber caído en pecado. Pero, en realidad, es Dios
quien nos habla, a través de nuestra conciencia. A Dios se le encuentra entre
los pucheros, en el desierto o en lo alto del Everest. Ocurre que muchas veces
creemos estar solos y pensamos que no podemos hablar con nadie. Pero Dios está
con nosotros y, por ello, debemos tenerle siempre presente. Con Él siempre
podemos hablar, siempre está disponible, sobre todo en los momentos de
sufrimiento o de peligro. Dios está siempre disponible para escucharnos. No
debemos limitarnos a rezar durante quince, treinta o sesenta minutos cada día.
Todo momento es momento para la oración. Orar, enseñaron los Padres de la
Iglesia, es algo tan humano como respirar, comer, o amar. Los Padres de la
Iglesia nos invitan a la oración continua. Lo decía Santa Teresa de Jesús “a Dios se le encuentra entre los pucheros”.
Mientras cocinamos, podemos orar, mientras comemos, podemos orar, mientras
caminamos igual… en todo momento, teniendo siempre presente a Jesús en cada
momento de nuestra vida pensemos. Al ir actuar debemos pensar ¿Qué haría Jesús?
Para tratar de seguir su ejemplo. Tener presente en todo momento a Dios en
nuestro quehacer diario nos purifica. Orar purifica y nos ayuda a resistir las
tentaciones, Dios es nuestra fortaleza y auxilio, nos quita cualquier miedo que
podamos tener y nos ayuda a ser felices.
Caemos en pecado cuando
dejamos de tener presente a Dios en nuestra vida. Cuando nos dejamos engañar
por el tentador, quien nos hace caer.
Adán y Eva cayeron por una curiosidad malsana. Fueron engañados por la
serpiente, que les prometió que serían “como
dioses”, con capacidad de decisión sobre el bien y el mal. Se engañaron
pensando que podían desobedecer a Dios. Esta actitud, que conlleva soberbia,
sorprende a un Dios que ha creado al hombre por amor y ve como su criatura se
desvía de lo que le había mandado. Dios se sorprende de las caídas del hombre a
lo largo de Biblia, la historia humana y, también, de nuestra propia vida. De
Dios no se ríe nadie. Pero El nos ha creado por amor. El amor no es impaciente,
no exige y siempre perdona. Dios no puede obligarnos a amarle, nos lo ofrece
pero no puede obligarnos. Un amor obligado no es verdadero amor. A Adán y Eva
no les obliga a amarle, pero si a serle fieles en cuanto no comer del árbol de
la vida. Sin embargo, ellos comen. Al desobedecer caen en el pecado. Se alejan
de Dios. No supieron ser fieles en lo pequeño, lo cual conlleva su expulsión
del paraíso.
Somos libres para amar
a Dios, pero nuestra naturaleza humana ha sido creada para cumplir su voluntad.
Adán y Eva traicionan su propia naturaleza al desobedecer a Dios. Por ello hace
falta que esa naturaleza, herida por el pecado, sea sanada. El Señor, a lo largo
del Antiguo Testamento, envía profetas que enseñan al hombre la necesidad de
convertirse para recuperar la naturaleza de hijo de Dios y merecer la vida
eterna. Finalmente, Dios envía a su Hijo, a Jesucristo, que se hace semejante
en todo a nosotros menos en el pecado. Al asumir nuestra naturaleza, esta queda
sanada. Muere, tal como Él mismo enseña en varias ocasiones, pero como es Dios
resucita. Con su Resurrección abre de par en par las puertas del Paraíso. Nada
más resucitar lleva a los difuntos que habían sido justos al cielo. Pero ¿Por
qué Jesús hace todo esto? Porque ha venido para hacer la voluntad del Padre.
También es tentado por el diablo, como Adán y Eva. Pero le vence mediante la
oración. El propio Jesús habla de demonios que solo pueden ser expulsados
mediante la oración. Jesús nos enseña a orar. Nos enseña el Padrenuestro, nos
señala el camino para la oración cuando se retira al monte, en silencio, a
orar. Pero Jesús oraba en todo momento al Padre, le tenía presente siempre.
Cuando reza por los enfermos o cuando camina por la calle y la hemorroísa le
toca el manto. Sana no porque sea un mago o un chamán, sino porque en todo
momento tiene presente al Padre, habla con Él constantemente. Esto le permite
cumplir la voluntad del Padre.
Nosotros debemos seguir
el ejemplo de Jesús. Hemos de estar en continua oración. Cuando vamos por la
calle, podemos pedirle a Dios por las personas con las que nos encontramos,
especialmente si vemos que sufren. Cuando cocinamos, para que ese alimento
ayude a nuestros invitados y para agradecerle el propio alimento. Cuando
alguien nos cuenta un problema pues para que Dios le ayude. Somos Reyes,
Profetas y Sacerdotes. Esto, que suena tan bonito, debe hacerse realidad en
nuestra vida. Si somos sacerdotes por el bautismo es porque podemos interceder,
mediante la oración, por nuestros hermanos. Como hacía Jesús. Sigamos su
ejemplo de esa forma.
La creación, fuente
de la oración
2569 La oración se vive primeramente a partir de
las realidades de la creación.
Los nueve primeros capítulos del Génesis describen esta relación con Dios como
ofrenda por Abel de los primogénitos de su rebaño (cf Gn 4, 4), como invocación del nombre divino por Enós (cf Gn 4, 26), como “marcha con Dios” (Gn 5, 24). La ofrenda de Noé es
“agradable” a Dios que le bendice y, a través de él, bendice a toda la creación
(cf Gn 8, 20-9, 17), porque su
corazón es justo e íntegro; él también “marcha con Dios” (Gn 6, 9). Este carácter de la oración
ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de hombres
piadosos.
En su alianza
indefectible con todos los seres vivientes (cf Gn 9, 8-16), Dios llama siempre a los hombres a orar. Pero, en
el Antiguo Testamento, la oración se revela sobre todo a partir de nuestro
padre Abraham.
Abel, al ofrecer los
primogénitos de su rebaño a Dios, está ofreciendo los frutos de su trabajo. A
Dios se le encuentra entre los pucheros. El trabajo no debe ser algo mecánico y
aburrido. No vale trabajar “porque algo
habrá que hacer para comer”. Es cierto que el trabajo es visto como un
castigo, pues tras la expulsión del Paraíso Dios dijo “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Pero, en realidad, no
es un castigo. Bastante castigo fue expulsar al hombre de aquello para lo que
le había creado. De hecho, si leemos el Génesis vemos que Dios creó al hombre
para que trabajara, pues le concedió el don de dominar la creación. Quizá la
diferencia era que, tras el pecado original, obtener los frutos del trabajo es
algo costoso para el hombre. Pero, volvamos una vez más la mirada a Jesús.
Durante casi toda su vida trabajó como un artesano. El Señor nos invita a amar
el trabajo como condición de vida y medio de santificación. El trabajo no es
solo vital para el progreso de la sociedad sino también un camino de santidad,
como enseñaba Escrivá de Balaguer. Repito, a Dios se le encuentra entre los
pucheros, también cuando trabajamos. No seamos comos esos holgazanes que dicen
trabajar y matan el tiempo mirando Facebook. Debemos trabajar con
responsabilidad. Sabiendo que la tarea que se nos ha encomendado es la que Dios
quiere de nosotros. Es clave tener a Dios presente también cuando trabajamos, ofreciéndole
los frutos de nuestro esfuerzo. No debemos trabajar creyendo que lo hacemos
mejor que los demás, sino teniendo el espíritu de aquellos pobres siervos del
Evangelio que tan sólo hicieron lo que debían hacer.
La invocación del
nombre divino realizada por Enós fue tomada como ejemplo por los Padres de la
Iglesia que sugerían rezar la Oración de Jesús. Esta oración de Jesús consiste
en tenerle presente, durante nuestra vida diaria, repitiendo su nombre,
diciendo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí”, en todo momento y lugar. Es una oración muy completa. Al
rezarla llamas a Jesús por su nombre, le reconoces como Señor de tu vida, confiesas
que es Hijo de Dios y le suplicas que se apiade de ti, que te ayude. Dije que
no debemos conformarnos con rezar unos minutos al día de forma seguida, sino
que debemos hacer oración continua. Necesitamos trabajar, comer, dormir, hacer
deporte… en definitiva hay un sinfín de actividades por las que no podemos
estar todo el día de rodillas, o sentados, delante del Sagrario rezando. Pero
si podemos invocar el nombre divino, podemos invocar en todo momento y
circunstancia a Jesús orando, así, en todo momento y lugar. Por este motivo os
sugiero rezar la oración de Jesús. Es una tradición de los Padres de la Iglesia,
especialmente extendida por el mundo ortodoxo y que también es tradición entre
los católicos orientales.
Pero para rezar y que
Dios nos escuche, debemos ser hombres justos e íntegros, como Noé. Hombres de
bendición e intercesión. No podemos rezar como aquel fariseo que se daba golpes
de pecho diciendo “mira Señor ese
pecador, yo soy mejor que Él”. Tampoco podemos ser hipócritas que rezamos
en público de un modo exagerado para que se nos vea, pero luego no pagamos un
salario justo a nuestros trabajadores, nos dejamos llevar por sobornos, o
despreciamos a nuestro prójimo. Dios tan solo nos pide que seamos perfectos en
la caridad. Los mandamientos, enseña Jesús, se resumen en amar a Dios sobre
todas las cosas y amar a nuestro prójimo, también los enemigos. Si solo amamos
a los amigos no tenemos ningún merito y será difícil que entremos al Reino de
los Cielos. Enseñaba San Francisco de Asís que nuestros actos pueden ser el
único sermón que escuchen muchas personas en su vida. Si decimos que somos
católicos y nos creemos muy buenos porque vamos a, por ejemplo, Tánger de
misiones pero volvemos llamando a una hermana “la loca” o provocamos que se
vaya de la parroquia alguien que nos cae mal, estamos siendo piedra de
escándalo y confusión. Sin embargo, si uno es un católico comprometido, alguien
que ayuda a los pobres no para aparentar sino por amor, que va a misa no por
obligación sino por amor, que trata bien al amigo y al enemigo, que ayuda a las
personas que le desagradan, está dando, con sus actos, posiblemente el mejor
sermón que un cristiano puede dar. Al atardecer de la vida nos examinarán del
amor, enseñaba San Juan de la Cruz. Si con nuestros actos mostramos un corazón
justo e íntegro, Dios está con nosotros y nos bendice. Pero también bendice a
toda la creación a través de nosotros. La creación, dice San Pablo, gime con
dolores de parto esperando la manifestación gloriosa de los Hijos de Dios. Con
nuestros actos podemos mostrarnos como verdaderos Hijos de Dios, permitiendo
que Él a través nuestro bendiga esa creación. Se evangeliza mejor con los actos
que con las palabras. Acerca más personas a la Iglesia un gesto de amor por
parte del Papa Francisco, o la Madre Teresa de Calcuta, que la predicación de
un teólogo que, aunque sabio, no ame a quienes le escuchan. Dios nos llama a orar, porque a través de la
oración nos va purificando para que todo esto sea posible. Sin oración es muy
complicado que tengamos un verdadero amor al prójimo.
La Promesa y la
oración de la fe
2570 Cuando Dios lo llama, Abraham se pone en
camino “como se lo había dicho el Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón “se somete a la Palabra” y obedece.
La escucha del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras
tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa
primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar
al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una
queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde
los comienzos uno de los aspectos de la tensión dramática de la oración: la
prueba de la fe en Dios que es fiel.
Abraham se marchó, dejando
su vida anterior, para seguir al Señor. No lo hace a ciegas, ni porque huya de
nadie, sino que lo hace por obediencia a aquel que le ha amado primero. Obedece
a Dios porque antes ha escuchado. Ha sido precursor de ese “habla Señor que tu siervo escucha” que
posteriormente pronuncia Samuel. No podemos orar llenando el silencio con
palabrería, sino que debemos permanecer atentos a lo que el Señor quiera
decirnos. Puede ser a través de una reflexión, puede ser a través de la
Palabra, o de alguna vivencia personal. Dios nos habla en los acontecimientos
de nuestra vida pero para escucharle debemos estar atentos. No podemos
atropellar a Dios hablando sin parar, sino que primero hemos de escuchar, para
saber lo que nos quiere decir. Abraham es un hombre de silencio. Esto no quiere
decir que estuviera callado todo el día, sino que buscaba momentos silenciosos
para escuchar a Dios. En cada momento de su vida pone altares, lugares de
oración. Me recuerda a San Francisco o Santa Teresa, quienes fundaban convento
allá donde iban.
Pero estos altares para
Dios no son, exclusivamente, altares físicos. El Templo al que se refería Jesús
era, en realidad, su cuerpo. Esos altares son las diferentes etapas y momentos
de nuestra vida. En nuestro día a día podemos tener un espacio donde orar,
aunque sea un momento. Un espacio vital donde podamos estar con el Señor. Vamos
a la playa, en verano y, como de Incluso cuando se está de vacaciones se pueden
buscar momentos para la oración e ir a misa. También en el trabajo podemos tener
un momento y lugar para hacer, aunque sea, una pequeña oración. Como dije
antes, a Dios se le encuentra entre los pucheros. Muchos alumnos, antes del
examen, rezan un Padrenuestro, ese es un altar para el Señor, un momento para
la oración. Hoy se ha perdido la costumbre de bendecir la mesa para comer.
Comemos sin apenas darnos cuenta de que, si podemos comer, es porque Dios nos
proporciona los alimentos y la posibilidad de tenerlos ¿Por qué no recuperamos
ese altar, ese lugar de oración antes de comer? Dice mi amigo Iñaki que la mesa
donde se come también ejerce, en cierto modo, función de altar doméstico. ¿Por qué no poner una cruz en esa mesa para,
al ir a comer, acordarnos del Señor?
Posteriormente Abraham
se queja porque algunas promesas no parecen cumplirse, o tardan en llegar. Es
la impaciencia humana. A veces no nos damos cuenta de que, cuando Dios no
concede aquello que le hemos pedido es porque no es bueno para nosotros. En
muchas ocasiones escuchamos “es que Dios
no me oye, le he pedido tal cosa y no me ha hecho caso” ¿Te has preguntado
si era bueno para ti? También ocurre con aquello que pedimos y es,
aparentemente, bueno. Algo que me hizo daño en el pasado fue pedirle, casi
exigirle, a Dios ser sacerdote. El sacerdocio era una cosa buena, claro. Pero
no era algo bueno para mí, pues no es la vocación a la que Dios me llama. Por
eso no me lo concedió. Si le pido poder comer durante el resto de mi vida me lo
concederá, porque es algo bueno para mí. Pero la comida no llueve del cielo,
sino que uno debe ganársela mediante los medios y talentos que Dios nos da. “El que no trabaje que no coma”, enseña
San Pablo. Algunos dicen “Es que Dios no
es bueno, le pedí por la salud de tal persona y, sin embargo, ha muerto”.
Esto muestra desconfianza en Dios y desconocimiento de lo más fundamental de
nuestra fe: la esperanza en una vida eterna gracias a la Resurrección de
Cristo.
Cuando se reza se debe
pedir a Dios con humildad, buscando que sea su voluntad. Si pedimos algo a Dios
con soberbia, estamos intentando secuestrar su voluntad. El Señor, en ese caso,
no nos va a escuchar. Igual ocurre si le pedimos algo que no nos conviene. Uno
se enamora de una chica. Pero esta chica no le conviene. Por mucho que el chico
le pida a Dios que la chica le haga caso, no se lo va a conceder. Quizá
transforme a la chica, haciéndola conveniente para él. Pero, lo más probable,
es que no se lo conceda. El error del chico sería rebelarse porque Dios no le
ha concedido lo que pedía. Pero, quizá, mientras pierde el tiempo rebelándose, Dios
le ha puesto una serie de chicas convenientes en su vida, dándole oportunidades
que ha desaprovechado por no estar atento a la voluntad de Dios, orando con
palabrería y queja en vez de estar atento, en el silencio, a escuchar al Señor.
¡Cuántas insatisfacciones producen en el hombre no buscar que se cumpla la
voluntad de Dios!
2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está
dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable
hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la
promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces,
habiéndole confiado Dios su plan, el corazón de Abraham está en consonancia con
la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos
con una audaz confianza (cf Gn
18, 16-33).
La purificación que
experimenta el alma humana mediante la oración nos lleva a amar realmente a
nuestro prójimo. Entre las virtudes cristianas se encuentra la hospitalidad. La
oración es algo parecido a cuando dejamos -en nuestra casa, es decir en nuestra
alma, a Jesús quien, tal como enseña en el Evangelio, está fuera llamándonos.
Dios, igual que no puede obligarnos a amarle, tampoco puede forzar nuestra
conversión. Pero nos llama, esperando que le abramos. Tal como enseñaba San
Juan Pablo II, debemos abrir nuestro corazón, de par en par, a Cristo, para que
entre con plenitud y nos ayude, de este modo, a ser santos. No debemos temer,
sino dejarle actuar en nuestra vida.
El corazón de Abraham
estaba en consonancia con la compasión de Dios hacia los hombres porque el
Patriarca, previamente, lo había abierto para que el Señor actuase en su vida.
Además de ponerse en camino, abandonando su tierra, sin mirar atrás, deja que
el Señor entre en su vida y cambie su corazón. Nosotros podemos seguir el
ejemplo de Abraham en la oración, dejando que el Señor lo purifique de todo
aquello que nos impide seguirle en plenitud. Puede ocurrirnos, por ejemplo, que
tengamos prejuicios hacia determinado
tipo de personas. Esto provoca que tratemos mal a quienes forman parte de ese
grupo, aunque sea un vecino o compañero de trabajo. Esto le ocurría también a
Santa Teresita del Niño Jesús. No soportaba, en un principio, a una hermana de
su comunidad. Sin embargo, por medio de la oración, el Señor fue cambiando su
corazón, haciendo que sintiera compasión por esa hermana y la tratara bien. Si
no dejamos que Dios cambie nuestro corazón, purificándonos, este estará en consonancia
con el corazón de Dios. Esto impide que seamos del todo buenos cristianos. Es
fundamental, por ello, que oremos con humildad, abriendo nuestro corazón,
enseñándole a Dios nuestras heridas más profundas para que Él las sane. No
tengamos miedo de mostrarle a Dios nuestro rencor hacia alguien, o nuestro mal
comportamiento en determinado momento. Pongamos nuestros pecados a los pies de
la Cruz, para que Jesús los sane. Él no se asusta, al contrario, los demonios
huyen en cuanto se invoca los nombres de Jesús y de la Virgen María. Orar
invocando sus nombres nos sana.
2572 Como última
purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que
Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el holocausto”
(Gn 22, 8), “pensaba que
poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al
Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por todos
nosotros (cf Rm 8, 32). La
oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en
la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16-21).
Dios pone a prueba a
Abraham, es quizá la mayor prueba para un padre: el sacrificio de un hijo. Pero
Dios no quiere el mal para Abraham o su hijo, sino que quería probar dos cosas.
Primero hasta que punto Abraham amaba a Dios. Segundo hasta que punto confiaba
en Dios. Abraham ama a Dios hasta el punto de aceptar esa dura petición, pero
lo hace con la confianza de que Dios hará algo para que su hijo no muera. Su fe
no vacila, sino que confía en que “Dios
proveerá”. No obstante, Abraham tenía la libertad de haber dicho “Por ahí no paso”. Sin embargo confía,
como posteriormente confiaría la Virgen María cuando el Ángel le dice que va a
tener un hijo aunque no conozca varón. María tampoco sabe como es posible esto,
pero confía. Así debe ser nuestra oración. Con humildad, pidiendo a Dios
aquello que se ajuste a su voluntad y que sea bueno para nosotros. Pero
pidiéndolo con confianza. Recordaba en alguna ocasión mi oración durante la
enfermedad de mi padre. Yo rezaba para que el Señor le sanara, claro. Pero
siempre buscando que fuera la voluntad de Dios. Yo confiaba en que, ocurriera
lo que ocurriera, sería bueno pues, en realidad la muerte no es sino un paso
hacia la vida eterna. Rezar confiando en que la voluntad de Dios sería buena,
fuese cual fuese esa voluntad, me permitió rezar, cuando murió, con el profundo
agradecimiento de haber tenido un padre como el que tuve.
Pero a veces se cumple
aquello que uno pide con confianza y buscando que sea la voluntad de Dios. Por
ejemplo una cuñada de mi hermana, que iba a dar a luz, se encontraba en una
encrucijada. Por algún problema que se presentó al romper aguas, resultaba que
era muy probable que madre y bebé murieran. Yo recé, pidiendo que se cumpliera
la voluntad de Dios, con la confianza de que ese parto saldría adelante para
mayor gloria de Dios. Así ocurrió, finalmente. Se despertó mi sobrina, que
tenía apenas un par de meses, riendo en mitad de la madrugada. Un instante
después mi cuñado mandó un mensaje diciendo que la buena mujer había dado a luz
y que tanto ella como el niño se encontraban en perfecto estado, gracias a
Dios.
Dios no permitió que
Abraham sacrificase a su hijo finalmente. Sin embargo, entregó a Jesucristo a
la muerte, pero lo hizo para salvar al hombre. Por ello también debemos orar
siendo conscientes de que somos hijos de Dios por adopción. Conscientes de que
Jesús intercede por nosotros, tal como Abraham hizo en el Antiguo Testamento.
Cuando rezamos es normal que lo hagamos pidiendo perdón por nuestros pecados.
Pero no tenemos que rezar fustigándonos y quejándonos de lo pecadores que
somos. Sino pidiendo a nuestro más grande intercesor, a Jesús, que nos ayude a
convertirnos, que sane nuestras heridas y enfermedades del alma y que nos haga
santos. Si somos hijos de Dios es porque el Hijo se entregó, voluntariamente,
por nosotros para salvarnos. Entonces ¿A qué tenemos miedo? Busquemos a Dios en
la oración, abriendo nuestro corazón y pidiendo al Espíritu Santo que nos haga
semejantes a Cristo.
2573 Dios renueva su promesa a Jacob, cabeza de
las doce tribus de Israel (cf Gn
28, 10-22). Antes de enfrentarse con su hermano Esaú, lucha una noche entera
con “alguien” misterioso que rehúsa revelar su nombre pero que le bendice antes
de dejarle, al alba. La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este
relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la
perseverancia (cf Gn 32, 25-31;
Lc 18, 1-8).
No
obstante, la oración es también un combate de la fe y una victoria de la
perseverancia. Es muy fácil caer en la pereza espiritual, en el conformarse con
una oración de mínimos. El tentador siempre va a buscar la forma de alejarnos
de la oración. Debemos estructurar nuestra jornada para buscar esos momentos de
oración. Por ejemplo rezar por la mañana y/o por la noche, rezar a tal hora el
Rosario, etc. Pero, sobre todo, si nos hemos propuesto orar un rato a diario,
lo mejor es buscar un horario fijo. La oración es un combate porque pueden
venirnos muchos motivos para no rezar: estamos cansados, ponen en la televisión
algo que nos gusta ver, una llamada de teléfono que nos despista. Son cosas sin
demasiada importancia. No necesariamente malas, pero que pueden alejarnos de la
oración. De ahí que sea un combate. Además, la oración nos prepara para el
combate que se desarrolla a lo largo de nuestra vida. Es decir, sin oración es
más probable que caigamos en pecados que si tenemos una buena vida de oración. Alguien
acostumbrado a orar tendrá más facilidad para no caer en la tentación de pecar.
Por ejemplo, va por la calle y ve una chica preciosa. Puede venirle una
tentación. Pero si es hombre de oración, rezará para que esa tentación
disminuya y, en todo caso, dará gracias a Dios por la belleza pero sin caer en
el pecado. Una persona que no reza, sin embargo, es más probable que caiga en
la tentación, aunque sea mediante
un pensamiento obsceno con esa muchacha. Quien ora, si es posible, continuamente,
sabrá gestionar mejor una situación
violenta, por ejemplo un enfado ante una acción molesta por parte de otra
persona, que aquel que no hace oración.
Enseñaba
San Francisco de Asís que la vida del cristiano consiste en llevar el Evangelio
a la vida y la vida al Evangelio. Consiste en ser Evangelio viviente. Pero,
para ello debemos ser hombres y mujeres de oración, personas que leamos el
Evangelio no como quien lee una novela sino con el objetivo de interiorizarlo
para llevarlo a la práctica. Por eso la oración es una ardua batalla. Dura
batalla, pero fundamental para ser un buen cristiano. Recordad: orad en todo
tiempo y lugar, buscando la Gloria de Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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