Aunque no tuve la suerte de conocerle personalmente, me hablaron mucho sobre don Francisco José desde que llegué a esta Diócesis de Getafe que había sido fundada por él y de la que fue su primer obispo. Este 24 de febrero de 2014, cuando se cumple el décimo aniversario de su marcha a la casa del Padre, me gustaría escribir algo sobre él, desde el recuerdo agradecido y el cariño a un santo pastor del pueblo de Dios. Me ha emocionado escribir estas líneas, sin conocerle personalmente, pues he sentido su presencia cercana, cómo si hubiera podido conversar con él.
Infancia y vocación
Me lo imagino sentado en las escaleras que suben a la ermita del Cerro de los Ángeles, conversando tranquilamente con algunos de los sacerdotes a los que ordenó y que, posteriormente, se convirtieron en sus más fieles colaboradores. Probablemente, contemplando el atardecer en el sagrado monte getafense, mientras charlaba afablemente con ellos, recordaba su infancia. Viendo a esos sacerdotes jóvenes y risueños, le venía a la mente aquel muchacho madrileño que un buen día se planteó la llamada de Dios a realizar algo verdaderamente grande. Jesús, su mejor amigo, le quería como sacerdote. Miraba con devoción el Sagrado Corazón de Jesús, la segunda escultura que se erigía en aquel lugar. Siendo apenas un crío, unos individuos habían dinamitado otra imagen del Cristo, previamente tiroteado por unos milicianos. Hoy todavía se pueden ver algunos restos de ese primer Sagrado Corazón que permanece cómo imborrable recuerdo de un negro capítulo de nuestra historia. Nacido en 1931, en el seno de una familia de honda raigambre católica, hijo de don Julio y doña María Luisa. El obispo había visto en su niñez la cruenta persecución realizada contra quienes profesaban el catolicismo. Ese muchacho no podía entender tanto odio al mensaje de amor que Jesús, su gran amigo, seguía proclamando a través de su Iglesia, esa a la que, siempre que podía, acudía a rezar, pues quería estar tiempo con Jesús. Desde su más tierna infancia quería irse a la vida eterna, no paraba de repetir “yo lo quiero es irme a la vida eterna”, algo que, tratándose de un niño pequeño, sorprendía a sus hermanos mayores, según cuenta don Gabriel Díaz Azarola, sacerdote diocesano de Getafe y, hasta hace unos años, formador del Seminario.
El pequeño Francisco, cuarto de cinco hermanos, fue uno de aquellos “niños de la guerra”, pues durante los primeros años de su niñez vivió a caballo entre Madrid y Barcelona, escapando de la muerte en varias ocasiones. En una de ellas fue montado, junto con sus hermanos, en un camión conducido por un miliciano que tenía la expresa orden de matar a esos inocentes niños. Sin embargo, algo hizo parar a ese soldado en mitad de una solitaria carretera. Aquella tarde parecía haberse detenido el tiempo, no corría el viento pero hacía frío, quizá algo de ese frío sobrecogió al miliciano, como una señal divina. El conductor, me imagino su rostro confuso y quizá apenado por la orden recibida, paró el camión, sacó a los niños y comenzó a dar tiros al aire mientras gritaba ordenándoles que corrieran todo lo que pudieran si querían salvar la vida. Monseñor Pérez Golfín nunca guardó rencor por lo vivido aquellos años. No quería conservar la vida para sí mismo, sino que deseaba desgastarse a favor de sus hermanos. Quería dar hasta el ciento por uno por la salvación de las almas. Quizá haber visto de pequeño tan cercana la muerte favoreció que fuera consciente del verdadero valor de la vida, siendo capaz de observar el Evangelio y de seguir los pasos de Jesús, cumpliendo con sus enseñanzas y ayudando a los más necesitados. Durante la posguerra hizo obras de caridad en los suburbios de Madrid para atender a los más pobres, llegaba a quitarse aquello que le era propio (ropa, dinero) para atenderles.
Pienso en la juventud getafense, en las peregrinaciones organizadas por las Diócesis en las que he estado (Colonia 2005, Roma 2007…) y veo a Monseñor Pérez Golfín feliz con sus jóvenes diocesanos sobre todo, esos encuentros con la juventud de Acción Católica, de la cual fue miembro juvenil. Puedo imaginar, igualmente, esa sonrisa cuando entraba al comedor del Seminario para comer con sus seminaristas. Quizá no me equivoco si digo que el Seminario fue su pequeño gran tesoro, su preciada perla, ese Seminario que puso en marcha, primero en Cubas de la Sagra y, posteriormente, En Cerro de los Ángeles, junto a la ermita de esa Virgen que acaso sea un reflejo de la que es venerada en la Porciúncula, lugar del que los frailes franciscanos no debían marcharse jamás, según ordenó San Francisco de Asís. Siempre he interpretado que el hecho de que carmelitas y seminaristas de Getafe estén en el Cerro, centro neurálgico especialmente significativo para el catolicismo español, consagrado a ese Corazón que reinará en España, sea una muestra de que los católicos “no debemos movernos”, es decir, no debemos inquietarnos ante la fiereza anticatólica pues Jesús reinará. Don Francisco posiblemente tenía esa fe, igual que la tuvo Santa Maravillas de Jesús, que estableció allí uno de sus conventos carmelitas.
Cuando el venerado obispo observaba a sus seminaristas recordaba aquellos años que pasó en el Seminario Conciliar de Madrid, junto al parque de Las Vistillas y la Basílica de San Francisco El Grande, donde estuvo entre 1947 y 1956. En su vocación sacerdotal tuvo un papel decisivo su gran amistad con José Manuel (Don José Manuel Lapuerta, fallecido en 2012), quien era un año mayor que Francisco, por lo que entró un año antes al Seminario. Su pequeño amigo tuvo que convencer a su padre para que le dejase entrar al Seminario, pues don Julio tenía otros planes para su hijo ya que soñaba con que fuera abogado del Estado (y terminó siendo abogado de los hombres ante Jesucristo). En un momento dado se lo comentó con desánimo, mientras paseaban por la Plaza de Castilla, a su buen amigo, quien le respondió “Francisco, debes insistir, ten fe”. Así lo hizo, consiguiendo el permiso paterno, lo cual agradeció caminando hasta la imagen de Nuestra Señora de la Virgen Milagrosa, en los Padres Paúles, de rodillas y depositando con delicada ternura una rosa en las manos de María, quien le llevó de la mano durante toda su vida y bajo cuyo maternal manto estaba envuelto.
Aunque cuando entró al Seminario nuestro país vivía años años duros, la crudeza de la posguerra española estaba dando paso a tiempos mejores. De alguna forma me parece vislumbrar un partido de fútbol jugado a principios de los 50, en el patio del Seminario madrileño. Veo a los seminaristas, con sus sotanas, jugando. Alguien le pasa el balón al joven Francisco José que, de un cabezazo impecable, hace que el balón bese la red, marcando un bonito gol. Sí, por su carácter agradable me lo imagino cómo un seminarista risueño, quizá algo bromista, pero con el corazón de un santo. Es recordado por sus compañeros seminaristas como un seminarista simpático, alegre y cariñoso. Pienso en alguna parroquia madrileña, donde acudía el joven seminarista para realizar su pastoral. Antes de entrar le veo dando un bocadillo que había preparado con cariño en el Seminario, a un anciano mendigo que siempre le agradecía con una sonrisa aquel gesto. Durante aquellos años creció en la Gracia de Dios, caminando en todo momento de la mano de la Virgen, quien siempre cuidó de su vocación. Don Francisco escribió, con 22 años, unas deliciosas palabras a la Virgen María: “Madre mía, mi dulce amor, dame locura por Cristo, amor sólo de Cristo. Hazme sacerdote santo, ahora que ya cada vez lo veo más cerca y más claro. Gracias por todo, ahora y siempre. Que cante eternamente vuestro amor”.
El día más importante de su vida fue, sin duda alguna, aquel inolvidable 26 de mayo de 1956. La entonces Catedral madrileña de San Isidro amaneció ese primaveral día bellamente engalanada, preparada para la ordenación sacerdotal de un grupo de jóvenes seminaristas de Madrid. Don Francisco se encontraba entre ellos. Le veo tumbado en el suelo, durante la letanía de los santos, llorando de alegría, se estaba consagrando a Cristo, ofrecía toda su vida al Amor de los Amores, a su gran amigo, se convertía de esa manera en otro Cristo. Desde aquel día ya no era sino un Sacerdote de Dios, alguien que iba a desgastar su vida al servicio del Reino y para ayudar a los cristianos a ser santos, pues se le había encomendado la inmensa labor de apacentar al pueblo de Dios. Viendo su vida podemos asegurar, sin dudarlo, que realizó su tarea de modo encomiable.
Pastoreando al pueblo de Dios
Su primer destino como sacerdote fue la sierra madrileña, concretamente Alpedrete (Nuestra Señora de la Asunción) y Los Negrales (Nuestra Señora del Carmen), donde estuvo hasta 1962. Debieron ser años emocionantes, de duro trabajo pero también de grandes ganancias espirituales. Aquellas homilías, donde los corazones de quienes le escuchaban ardían de amor hacía Dios; esas salidas con los jóvenes a las montañas, rezando en lo alto de Cotos, esquiando en Navacerrada o esos paseos por el campo junto a los feligreses a los que dirigía espiritualmente. Siempre se mostró cercano, atento a los más pobres, destacó por su gran sentido del humor, que contrastaba con su vida austera y sacrificada. Supo atender a cada persona con atención, ayudando a muchas personas con sus estudios, colaborando en el desarrollo espiritual y social de un pueblo que hoy tiene una de sus calles dedicadas al “Obispo Golfín”. Fue muy hospitalario con los pobres y tuvo un gran celo parroquial. Sus feligreses aún se emocionan al recordar cómo atendía a los pobres, con que fervor predicaba en el Vía Crucis o lo felices que hacía a los niños en las excursiones. Entre otras labores, promovió grupos cómo Cursillos de Cristiandad o Acción Católica. También promovió la Adoración Eucarística, de hecho los domingos por la tarde el templo se llenaba durante la Exposición del Santísimo.
Pronto comenzó a ganar fama como director espiritual, tenía un gran conocimiento del Sagrado Corazón de Jesús pues, además de su gran capacidad de discernimiento,el Espíritu Santo le guiaba a la hora de orientar a quienes acudían a él. Pronto su nombre llegó a oídos de don Leopoldo Eijo y Garay, Patriarca Obispo de Madrid, quien le nombró Director Espiritual del Seminario de Madrid, cargo en el que trabajó desde 1962 hasta 1973, compaginando esta labor con la de profesor de formación religiosa en la Escuela Técnica de Ingenieros de Caminos. Le apasionaba poder enseñar a la juventud, consciente de que los jóvenes son el futuro de la Iglesia y de nuestra Nación, sabía lo tremendamente importante que es dar una buena formación a los jóvenes, tarea en la que fue un verdadero maestro.
La década de los 60 fue una época de cambios en la Iglesia debido al Concilio Vaticano II. Este no supuso, pese a lo que se ha dicho en algunos sectores, ruptura frente a lo anterior, aunque hubo renovación en algunas cuestiones que durante varios siglos no se habían revisado y, quizá, necesitaban cambiarse para mejorar la vida eclesial. Don Francisco durante estos años destacó por su acierto en aplicar el Concilio a la formación sacerdotal. Por su capacidad de discernimiento supo inculcar una espiritualidad sólida y duradera a los jóvenes seminaristas. Esta enseñanza espiritual fue muy importante, sus ejercicios espirituales, especialmente para sacerdotes y seminaristas, gozaban de gran fama. Además era requerido para dar ponencias y conferencias en congresos y reuniones de estudio y espiritualidad. Intelectualmente era muy inquieto, tenía gran capacidad de aprendizaje, por ello seguía estudiando e investigando, deseaba seguir aprendiendo, quería investigar pues tenía una sana inquietud por conocer cada vez mejor a Dios y su Creación. Por ello, tras licenciarse en Teología Dogmática en la Universidad Pontificia de Comillas (1965) realizó una Tesis de Licenciatura donde estudió y reflexionó acerca de “Todas las cosas aman a Dios en el pensamiento de Santo Tomás”, un tema profundo, que requiere una minuciosa lectura y reflexión, y que don Francisco realizó magistralmente. Cinco años después, en 1970, se diplomó en Psicopedagogía en la Escuela de la Federación Española de Religiosos de la Enseñanza. Sentía pasión por la juventud, era consciente de lo importante de su formación y de esa forma seguía creciendo para realizar esta labor especialmente delicada que exige una gran preparación.
Pero no solo cuidó de los jóvenes, no solo le preocupaba la salud del pueblo de Dios que le había sido encomendado. Las dos personas que para él eran más importantes, sus padres, eran ya ancianos y se encontraban necesitados de su cuidado. Por ello solicitó al Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid, en 1973 un traslado que le fue concedido siendo nombrado párroco de San Jorge, parroquia que aún no tenía ni templo ni funcionamiento y donde realizó una fecunda labor apostólica con matrimonios, niños y jóvenes. Durante diez años realizó, a pequeña escala, un trabajo similar que posteriormente desempeñaría, ya cómo obispo de Getafe. Realizó una fecunda labor pastoral de evangelización y catequesis familiar, de adultos, y de infancia impulsando además una excelente pastoral juvenil y vocacional, con una fuerte promoción de la caridad y la vida consagrada. La parroquia se convirtió en un semillero de vocaciones sacerdotales, religiosas y matrimoniales. Seguía estudiando y obtuvo, en 1974 la Licenciatura en Teología Moral en el Instituto Superior de Ciencias Morales con una nueva Tesis “El amor a los enemigos en el Nuevo Testamento”. Me imagino a don Francisco una fría tarde de invierno, a principios del siglo XXI, conversando en alguno de los salones del Seminario, con el rector de este, don Rafael Zornoza, a quien había conocido en San Jorge y en quien siempre tuvo un excelente colaborador. Posiblemente, cuando el hoy obispo de Cádiz fue consagrado episcopalmente en la Basílica del Cerro de los Ángeles, don Francisco sonreía desde el cielo, viendo cómo tanto don Rafael cómo don Joaquín (actual obispo de Getafe), de quienes fue un maestro, cuidaban y guiaban esa Diócesis que él levantó y cuidó con tanto mimo y celo apostólico. Dejó una fuerte huella grabada en los corazones de quienes fueron sus feligreses en San Jorge, quienes aún le recuerdan como “un párroco cariñoso, un padre sabio preocupado por todos, capaz de ayudar, promover y orientar”, explica don Gabriel Díaz.
Don Francisco, un obispo santo, humilde, pastor fiel servidor de Cristo
Su labor cómo párroco en San Jorge pronto fue bien conocida en la diócesis madrileña, muy apreciada por todos. En 1985 fue nombrado obispo auxiliar de Madrid por Juan Pablo II. Su lema sacerdotal “Muy gustosamente me gastaré y me dejaré desgastar por vuestras almas” lo utilizó también episcopalmente. Durante seis años se encargó especialmente del cuidado de los sacerdotes y religiosos. Cómo curiosidad, siendo obispo auxiliar de Madrid, se encontró, durante una visita parroquial, con don Joaquín, quien le sucedió cómo obispo. Años después, un cálido 23 de julio de 1991, puso la primera piedra de lo hoy es la Diócesis de Getafe, ya que fue nombrado por el Papa Juan Pablo II obispo de la nueva diócesis, de la que tomaría posesión el 12 de octubre, fecha en la que se conmemora el nacimiento de la nueva “criatura”, esa que con tanto celo puso en marcha y supo cuidar. Cuando puso en marcha el seminario getafense le acompañaron algunos seminaristas madrileños, igual que Don Rafael Zornoza, a quien puso al cargo del Seminario. En un principio, siendo seminaristas de la nueva diócesis, vivían en el mismo Seminario Conciliar de Madrid donde se estaban formando. Don Francisco les visitaba, reuniéndose periódicamente con ellos. Durante el curso 92/93 los seminaristas se trasladaron a vivir a un antiguo colegio de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia en Cubas de la Sagra, donde permanecieron hasta 1994, año en el que los 39 seminaristas de se trasladaron a su actual residencia, en el Cerro de los Ángeles, acompañados por don Francisco, quien residiría en la montaña sagrada hasta el final de sus días.
Fueron años de intenso trabajo. La Diócesis se convirtió en modelo y ejemplo a seguir, especialmente por su pastoral juvenil. El Seminario sorprendía a propios y a extraños por su elevado número de seminaristas y por la santidad de los sacerdotes que cada 12 de octubre eran ordenados en la Basílica del Cerro de los Ángeles. Durante aquellos años recorrió toda la Diócesis apacentando, de modo incansable, a ese enorme rebaño que le había sido encomendado. Creó nuevas parroquias (muchas de las cuales prácticamente nacían en barbecho y llegaban a germinar cómo hermosas flores). Cuidaba y enseñaba a los jóvenes, atendía a enfermos y ancianos y, sobre todo, enseñó al pueblo de Dios que Cristo es el verdadero amigo, aquel que nunca nos falla, aquel por quien debemos dar la vida entera pues realmente merece la pena. Si lo hacemos, decía, tendremos un tesoro en el Cielo. Mostró especial celo por el cuidado de los seglares, pues no solo consolidó asociaciones de fieles sino que instituyó cauces de formación para laicos, como el Centro Diocesano de Teología.
Hoy es recordado en las parroquias de la Diócesis de Getafe como un obispo cercano, alegre y siempre sencillo. Fue un Pastor siempre atento a las necesidades de todos aquel que le pidiera consejo o ayuda. Todos atestiguan que era un verdadero hombre de Dios. Su santidad es algo que llevaba impreso en el alma, según quienes le conocieron, desde pequeño. Estaba “empeñado en cumplir las Virtudes y fue un enamorado de Jesucristo, un hombre prudente, un gran maestro y un gran padre, sencillo y con un agradable trato personal con todos y muy paternal con sus sacerdotes”, explica don Gabriel Díaz. En alguna ocasión reconoció que “el sacerdocio me hace muy feliz”, realmente transparentaba esa felicidad, su rostro reflejaba el amor que sentía por Dios.
Aquella noche del 24 de febrero, cuando quedaban pocas horas para que comenzase la Cuaresma, recibió el abrazo del Padre Eterno. Posiblemente había contemplado el atardecer mientras charlaba con sus sacerdotes o, quizá, mientras bromeaba con los seminaristas. Se había retirado a su residencia sacerdotal, para descansar, pues le esperaba otro día de intenso trabajo. Sin embargo el Señor quería encontrarse con quien tanto le había amado, con quien había sabido apacentar a su rebaño, estaba impaciente por tenerle a su lado, por lo que le concedió el descanso eterno. Creo que no sufrió, pues el infarto de corazón, que provocó un estruendoso ruido en la casa, fue fulminante. Hasta tal punto le amó Cristo que no le permitió sufrir. Al día siguiente de su muerte la capilla ardiente, situada en la Basílica del Sagrado Corazón, en el Cerro de los Ángeles, estaba abarrotada. Se pudo constatar en aquellas horas lo querido era, y sigue siendo, don Francisco en su Diócesis. Había en todos un fuerte sentimiento de orfandad, aunque también gran fe en que estaba gozando de la vida eterna. Los ojos de todos, niños, ancianos, jóvenes, adultos, laicos, seminaristas, consagrados, sacerdotes, derramaban lágrimas en las que se entremezclaba la tristeza por la pérdida humana y la alegría por la ganancia de un santo amigo en el Cielo. Hubo, cuenta don Gabriel Díaz, una señal procedente del Cielo pues “el día de su funeral, tras haber sido enterrado, comenzó a nevar, cómo un guiño del Cielo”.
Muchos sacerdotes le recuerdan con gran cariño pues deben su vocación al buen consejo, a las palabras de ánimo, a la oración constante y al cariño que don Francisco mostraba a todos. Don Gabriel Richi, Sacerdote y Director del Departamento de Dogmática en la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid), fue uno de aquellos jóvenes de San Jorge que atendió la llamada de Dios. Aún guarda en la memoria aquella conversación que tuvo con don Francisco. El párroco, ante sus dudas vocacionales, le dijo “tienes una vocación como un camión de grande”. Este comentario supuso para él, según cuenta, “la apertura de un horizonte inmenso y un punto firme de descanso y de certeza”. De aquellos años en San Jorge, recuerda “las convivencias, donde la Eucaristía cotidiana y la oración de la Liturgia de las horas eran el cauce diario que hacían crecer el deseo de conocer a Jesucristo y de servir a la Iglesia. Don Francisco educaba a los jóvenes para hacer de ellos cristianos adultos. Acudir a San Jorge, a la Misa de ocho y media de la tarde, era una ocasión privilegiada para gustar la fe como vida de la Iglesia, para aprender, casi sin darse cuenta, que el cristianismo es siempre una experiencia de comunión y no puede ser vivido individualmente”. Para él, cómo para todos los que conocieron al recordado obispo, uno de los rasgos esenciales en don Francisco, fue “su amor a la Iglesia, mostraba una fe enraizada en la tradición de la Iglesia y con gran pasión por anunciar a Jesucristo. Cómo sacerdote, cómo obispo, don Francisco fue un educador que amaba el diálogo de la gracia con la libertad, buscaba favorecer dicho diálogo -aún cuando no condujese exactamente por su mismo camino o abriese vías nuevas- y que, por eso –lo puedo decir con conocimiento de causa- no tenía miedo de esperar y de dejar que la persona a la que acompañaba pudiese incluso equivocarse”, Concluye.
En su querida Diócesis de Getafe hoy se le recuerda con gran cariño y agradecimiento. Don Gabriel Díaz mostró su gratitud hacía don Francisco, quien ha sido “para muchos de nosotros un instrumento divino y un hombre santo, por su fe, su caridad, su confianza en Dios y su perenne alegría. Nos enseñó a amar a Jesucristo y a la Virgen”. En definitiva, su vida ejemplar ha quedado grabada en muchos corazones, cómo el de Luis David, un joven diocesano de Getafe, quien señaló que “Se trataba de un hombre afable y entrañable. Sin duda, transparentaba el Rostro de Cristo”. Conocemos también una anécdota referida por otro joven, a quien don Francisco dijo en el día de su confirmación “hoy es un gran día para ti y para tu fe, ¿estás contento?“, sin duda fue un día de gran felicidad para este muchacho, pues no solo confirmaba su fe, sino que fue un verdadero santo quien le administró este Sacramento.
Hay algo de lo cual podemos estar seguros, desde el Cielo sigue cuidando su querida diócesis, esa bella planta cuya semilla plantó y que hoy cuida, con mimo y celo apostólico, otro gran obispo, nuestro querido y, por mi parte, muy apreciado don Joaquín, quien como hemos visto tuvo en don Francisco un gran maestro. Sólo cabe decir, como conclusión (y permitiéndome la pequeña osadía de tutear a quien para mí ya es un santo): Gracias don Francisco por tu vida llena de santidad y por el testimonio de una vida totalmente entregada a Cristo y en servicio a los hombres, a esos hombres a favor de cuya alma desgastaste tu vida gustosamente. Quienes somos diocesanos de Getafe, especialmente quienes te conocieron personalmente, te recordamos con cariño y seguimos encomendándonos a tu intercesión. Gracias por todo, don Francisco, reza e intercede por nosotros.
FUENTES:
“Así era don Francisco. Selección de pensamientos de Mons. D. Francisco J. Pérez Fernández-Golfín”. De don Gabriel Díaz Azarola
Vídeo sobre la vida de don Francisco cedido por don Gabriel Díaz Azarola.
Artículo de don Gabriel Díaz Azarola en la revista Agua Viva.
Artículo de don Gabriel Díaz Azarola en el semanario Alfa y Omega.
Artículo de don Gabriel Richi en la revista Heme Aquí, de la Pastoral Vocacional de la Archidiócesis de Madrid
http://www.diocesisgetafe.es/index.php/obispo/primer-obispohttp://obispogolfin.com/Don_Francisco/Bienvenida.html (En esta página se pueden leer textos y documentos de don Francisco)
http://www.fundaciongolfin.org/monsenor-francisco-perez/