Como primicia, ante la pronta publicación de mi primera novela histórica "Crónica de un Cantar Hispano", perteneciente a la saga "La Leyenda del Stellarium Chronicorum os ofrezco el primer capítulo como aperitivo.
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1
Roma, Italia, año 68 después de Cristo
“¡Huye, Julia, huye!” fueron las últimas
palabras que escuchó en aquella triste noche, dos años antes. Un grupo de
soldados romanos habían irrumpido violentamente en la sala donde celebraban la
Eucaristía. Sucedió durante la lectura del Evangelio. Ese día, como si de una
premonición se tratase, se leían las Bienaventuranzas. Fuertes gritos desde el
exterior contrastaron con un repentino y tenso silencio en la sala. Una voz
agria y ruda les conminó abrir la puerta. Pese a la creciente sensación de
miedo, abrieron a los soldados. Estos, movidos por la rabia y el odio,
comenzaron a atacar a los cristianos. Varios ancianos cayeron al suelo. Uno se
golpeó la cabeza y comenzó a sangrar. En ese momento, como impulsada por una
fuerza externa, Julia Alba corrió hacía el lugar donde se custodiaban las
Sagradas Formas. Por la confusión del momento no la vieron esconderlas bajo su
ropaje. Siempre llevaba consigo una pequeña bolsa de cuero en la que guardaba la
Sagrada Comunión para los hermanos enfermos.
Con miedo, casi
temblorosa, aunque con firme decisión, se acercó a varios hermanos que había
visto esconderse. Mientras caminaba, contempló los forcejeos entre cristianos y
soldados. Sintió gran dolor al ver a Gayo, un liberto recientemente convertido
al cristianismo, yacer inerte en el suelo, cubierto de sangre. Quedó
horrorizada cuando un soldado degolló sin contemplaciones a una mujer ciega. Se
acercó a varios jóvenes entre los cuáles se encontraba un presbítero. Este
quiso quedarse, para dar su vida por Cristo. El hombre, llamado Mateo, pidió a
Julia Alba que llevase a los demás a un lugar seguro. “Huye, Julia, huye” fueron las últimas palabras pronunciadas por este
valiente sacerdote en cuyo corazón, pocos minutos después, se clavó una daga que
le provocó la muerte instantánea. Julia Alba le hizo caso. Sin que la vieran
los soldados, llevó consigo a sus jóvenes compañeros hasta una ventana por la
que huyeron. Fueron los únicos supervivientes de aquella masacre. Salvaron la
vida liderados por una mujer cuya vida iba a cambiar radicalmente desde
entonces. Era patricia, hija de un senador, el carismático Sexto Julio Carbo. Era
huérfana de madre y la menor de seis hermanos. Su padre, aunque de carácter austero,
se preocupaba constantemente porque a sus hijos nunca les faltase de nada. Se
lo había prometido a Aurelia, su difunta esposa, quién debido a complicaciones
que aparecieron durante el parto falleció pocos días después de nacer Julia.
Era un padre entregado en cuerpo y alma al bienestar de sus retoños. Sexto Julio
Carbo, que por entonces tenía cincuenta años, era un hombre muy culto. Quería
que sus hijos recibieran una correcta enseñanza académica. Una de sus
principales obsesiones era que conocieran y comprendieran a los filósofos
griegos. Estos pensadores cautivaron especialmente a Julia Alba, siempre
interesada por las grandes cuestiones que inquietaban a la humanidad, entre
ellas la posibilidad de una vida tras la muerte. Aunque hasta su conversión no
había oído hablar de Jesús de Nazaret era, en cierto modo, muy cercana a lo que
él predicaba: tenía gran inquietud por la búsqueda de la verdad y se preocupaba
por los pobres y desvalidos, a quienes no solo daba limosna, sino también
llevaba alimento y ropa de abrigo. No era muy religiosa, pues en los dioses
tradicionales romanos no encontraba respuesta a sus preguntas.
Tras escapar de los
soldados llevó a sus compañeros a la Vía Appia, concretamente a la tumba de Cecilia
Metella[1]. Conocía el lugar,
sabía que por la noche nadie se acercaría por allí. Mientras los jóvenes
dormían, planificó el plan a seguir: Al día siguiente irían a Ostia, puerto
marítimo de Roma, donde podrían refugiarse haciéndose pasar por mercaderes.
Marco, su tío, era mercader. Le había visto trabajar en más de una ocasión y lo
que le había enseñado de ese mundo le permitía fingir ser una de ellos. Durante
toda la noche permaneció en vela, atenta a cualquier ruido sospechoso. Trató de
pensar en los pasos que debía dar a partir de ahora. Era consciente de que,
como hija de un senador, irían a buscarla. Temía las consecuencias de que la
encontrasen tras haber huido en aquellas circunstancias y con varios
cristianos. Sobre todo quería evitar problemas a su padre, que no era
especialmente querido por Nerón, con quien tenía una hostilidad mutua. Debía
huir. Sabía que Pablo de Tarso había tenido intención de viajar a Hispania para
anunciar el Evangelio y casi al instante decidió seguir su estela.
Se palpó la túnica y
vio el recipiente donde había guardado las sagradas formas. Estaba intacto, no
se había caído ninguna. Julia se sintió inquieta y temerosa por el futuro.
Julia Alba, que había tenido una vida relativamente fácil hasta entonces.
Julia, que tiritaba de miedo en aquella oscura noche donde ni siquiera la Luna
se atrevía a emerger entre las nubes. Julia, que temblorosa rezaba a Dios para
que les protegiera. Julia, que no comprendía aquella terrible injusticia. ¿Qué
culpa tenían sus hermanos de lo sucedido durante el incendio? Julia Alba, en
definitiva, la patricia que había salvado la vida de unos muchachos plebeyos.
Todo había comenzado
dos años antes, el 22 de julio del año 66, tres días después de un pavoroso incendio que asoló
Roma. Los cristianos fueron acusados por el emperador Nerón de provocar el
fuego. Aunque la comunidad cristiana era aún pequeña, estaba experimentando un
notable crecimiento en los últimos años a raíz de la carta que Pablo de Tarso
había escrito a los romanos hacía nueve años. El Apóstol hablaba de una
salvación que no era exclusiva del pueblo judío: todos podían salvarse en Jesús.
Esto animó a muchos romanos a convertirse al cristianismo. También a Julia Alba.
El descubrir que alguien había sido capaz de dar su vida en rescate por todos
los hombres produjo un fuerte cambio en ella. Escuchaba a los cristianos
predicar la vida, obra y mensaje de Jesús y sentía como su alma se ensanchaba y
ardía de un modo hasta entonces desconocido para ella. Aquel Dios hablaba de
amor y de la vida eterna, prometiendo ambas a la humanidad. Era un Dios que
había venido a sanar a los enfermos y curar a ciegos y sordos. Julia Alba se
había sentido interpelada por el mensaje cristiano y comenzó entonces un camino
de conversión que le había llevado a ser
bautizada en el año 61. Tras ello colaboró en el cuidado y atención de los más
pobres y ancianos de la comunidad. Celebraban la Eucaristía en una domus eclesiae[2] de Roma,
perteneciente a una familia de comerciantes cuyo paterfamilias[3] había conocido el
cristianismo durante un viaje a Judea. La incipiente comunidad cristiana había
podido practicar en aquella Domus su fe en un clima de cierta calma hasta que
todo cambió con el gran incendio. Media Roma fue arrasada por las llamas. Al
día siguiente, Julia Alba había salido de su casa, en el Palatino, para ayudar
a los heridos. Contempló, desolada, que todo había sido reducido a cenizas. ¡Su
querida y bella ciudad había sido convertida en escenario de muerte! El templo
de Júpiter y la casa de las Vestales estaban totalmente calcinados. En cuanto a
las casas más humildes, eran un amasijo de cenizas del que aún salía una negra
humareda. Esta visión causó tremenda desazón en ella. Su amada Roma, con sus
miserias y grandezas, había sido destruida. ¿Por qué? ¿Quién podía hacer algo
así con su magnífica ciudad? Se sospechaba que tras aquel incendio estaba el
emperador Nerón, quien pronto culpó a los cristianos, que comenzaban a ser
odiados por una clase dirigente que utilizaba la religión romana con fines
políticos. Sin embargo, los romanos cristianos no eran muy distintos de sus
paisanos en su vida diaria., aunque tenían notables diferencias con ellos:
no daban culto a los dioses paganos, no veneraban al emperador como un dios e,
incluso, algunos comenzaban a optar por consagrar su vida al celibato por amor
a Dios. Estas cuestiones no eran entendidas por los demás romanos, quienes
comenzaban a recelar de aquel tan extraño. Julia Alba, siempre crítica con las
verdades oficiales que las autoridades imperiales proclamaban, se preguntaba si
Nerón podía realmente ser tan malvado.
La joven, ya desde antes
del incendio, era vista con recelo por parte de su familia. No adoraba a los
dioses familiares, los Lares, los
domingos se iba temprano de casa sin decir a dónde, algo impropio de una
muchacha de su clase y, para colmo, se juntaba con personas de dudosa
reputación, especialmente por su pobreza. Julia la rebelde; Julia, la que no
seguía las creencias tradicionales romanas… Su padre, sin embargo, permitía
aquel comportamiento, aunque no lo comprendiera, debido al gran aprecio que
sentía por su hija. Julia Alba era una muchacha sensible, pero con una fortaleza
de espíritu que le ayudaba a soportar las críticas de su abuela, que le
reprochaba que se relacionase con “aquellos
menesterosos”. Julia, la patricia que se juntaba con los más pobres de
entre los pobres. Julia, quien tenía amistad con esos extraños romanos que
seguían a un judío crucificado en tiempos de Tiberio… Algunos de sus familiares
pensaban que había enloquecido.
Durante los dos años
siguientes al incendio de Roma, la comunidad cristiana a la que acudía Julia
decreció. Poco a poco los cristianos eran detenidos y condenados a muerte.
Perecían desgarrados por fieras, crucificados o quemados en un espectáculo
dantesco al que muchos romanos asistían con una sonrisa sardónica. Disfrutaban,
pese a que veían morir injustamente a antiguos conocidos suyos. La propaganda
de Nerón estaba surtiendo efecto. El populacho era amante del pan y el circo
con que era cebado por las autoridades imperiales. Sin embargo, ver la firmeza
y entereza de los cristianos, quienes cantaban y alababan a Dios en medio del
sufrimiento, hizo que muchos romanos se preguntasen por qué no lloraban
desesperados.
Llegó el amanecer de
aquel 23 de julio en el que Julia Alba vería por última vez su ciudad natal. El
sol comenzaba a abrirse paso entre las tinieblas nocturnas, momento que
aprovechó para despertar a los cinco jóvenes que la acompañaban. Decidió que a
cuatro de ellos los enviaría a Alejandría, donde conocía a algunas personas que
podrían hacerse cargo de los muchachos. Le pareció que aquella ciudad sería un
buen lugar para que continuasen su formación, pues destacaba como una de las
ciudades más cultas del mediterráneo. Roma, que tenía demasiados frentes
abiertos en aquella región del mundo, no se preocuparía de perseguirlos.
Mientras que el quinto joven, Lucio Flavio Agrícola, iría con ella a Hispania. Este
muchacho, aunque era un año más joven que ella, destacaba por su gran fortaleza
física y una gran sensibilidad espiritual, lo que le llevaría a realizar
grandes cosas en su vida. Además el joven había estado allí de pequeño, pues su
padre era soldado, por lo que conocía el terreno y podía llegar a ofrecer
cierta protección.
Comenzó a amanecer.
Los jóvenes se despertaron y. Julia Alba les explicó el plan:
—Tranquilos, conozco
personas en Alejandría que os ayudarán, podréis seguir estudiando allí y nadie
os molestará por vuestra fe. Os prometo que os escribiré con frecuencia. Seguro
que algún día podréis venir a Hispania —Les prometió. Cecilio, Quinto, Antonio y
Livio escucharon con incertidumbre y sentimientos entremezclados. Tenían miedo,
pero confiaban en ella, sobre todo cuando leyeron la carta dirigida a sus
benefactores de Alejandría.
Mientras tanto,
Sexto Julio buscaba a su hija. No dejaba de preguntar a los criados si la
habían visto. El hecho de que no hubiera dormido en casa le preocupaba
enormemente y estaba asustado.
—Ves? Sabía yo que esas malas
compañías iban a meter a Julia en problemas, te lo dije —gruñó amargamente la abuela,
ante lo cual el paterfamilias respondió que no dijese tonterías.
Alrededor de la hora
sexta alguien llamó insistentemente a la puerta. Una esclava abrió y se
encontró con un hombre que pidió hablar con Julio, pues tenía algo que decirle
sobre su hija.
—Créame, han visto
salir esta mañana a su hija acompañada por cinco jóvenes en dirección al puerto
de Ostia —aseguró
el recién llegado.
—¿Pero por qué iba a hacer una cosa así? Nunca se iría de Roma sin avisarme, ha
tenido que ocurrir algo —dijo, titubeante, el angustiado padre.
—Lo único que se
sabe es que anoche se produjo un asalto por parte de soldados imperiales, a una
casa donde se reunían miembros de esa extraña secta a la que llaman cristianos.
Desconozco si su hija estaba allí pero, según tengo entendido, uno de los chicos
que la acompañaban forma parte de ese grupo —respondió con voz queda.
La mención de esa
palabra, cristianos, hizo reflexionar a un Sexto Julio que no terminaba de
comprender. Ciertamente había observado cambios en su hija, pero tenía claro
que no podía ser cristiana. No era una niña muy dada a la espiritualidad. Sexto
Julio Carbo pensaba que su hija, por el mero hecho de sentir pasión por la
filosofía, estaba totalmente alejada de la creencia en los dioses.
Aunque es cierto que
su actitud con los pobres se asemeja a lo que hacen los
cristianos —reflexionaba.
Eso de dar limosna a los mendigos, hablar con ellos, ir a cuidar enfermos...
¡incluso leprosos! No eran cosas habitualmente practicadas por los romanos. Y
menos por un patricio. Sin embargo, esos cristianos lo hacían. Sexto Julio aún
recordaba una vez en la que oyó decir a un cristiano lo que
Jesús había predicado: “Bienaventurados
los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”. Julio nunca
había entendido esta frase: ¿cómo un pobre podía ser feliz? Aunque el senador era
un buen hombre, pues siempre trataba de auxiliar a quien se lo pedía, no podía
concebir la felicidad en alguien que se encontraba en situación de pobreza. Con
estas reflexiones en la mente se puso en camino hacia Ostia, montado en su caballo.
Confiaba en encontrar allí a su hija y, sobre todo, quería comprender el por
qué de su huida, pues esto le atormentaba especialmente.
—¿Habré sido mal padre? —se preguntaba.
[1] Dama romana de la que
apenas se conservan referencias históricas. Perteneció a la familia de los
Cecilio Metelo. Probablemente fue hija de Quinto Cecilio Metelo Crético y
esposa de Marco Licinio Craso, heredero del compañero de triunvirato de Pompeyo
y César.
[2] La Domus Ecclesiae era un edificio privado adaptado para las
necesidades del culto donde se reunían las primitivas comunidades cristianas
antes del Edicto de Constantino del año 313 d.C
[3] Término latino para
designar al "padre de la familia”, tenía jurisdicción plena sobre su
familia y siervos.
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